Su teléfono móvil no cesaba de sonar.
Ahora, su paleta de colores se veía reducida únicamente a dos tonos, el marrón oscuro y el blanco. Con una precisión casi inhumana cogía la cantidad correcta de blanco y la mezclaba, meticulosamente, con la de marrón. Tenía memorizado en su retina, en su recuerdo, el tono exacto, y tras cinco meses de trabajo la proporción de ambos colores era ya una constante inequívoca y rigurosa. Faltaba muy poco para dar por concluido aquel encargo y las pinceladas se hacían cada vez más exigentes y espaciadas.
El teléfono sonó de nuevo, e igualmente de nuevo, como cada tarde desde hacía ya varias semanas, obviando su repetitivo y estridente sonido, Raúl se dirigía a la cocina y se abandonaba a aquel excitante ritual. La misma cantidad de chocolate en polvo y un poco de leche. Disolvía la mezcla con la misma pasión con la que pintaba, creando una pasta liquida, añadiendo después el resto de leche hasta conseguir la textura y el color deseado. Adoraba esperar el tiempo necesario para que el fuego espesara el chocolate. Miraba curioso, con los ojos de un niño asombrado, como asomaban las primeras burbujas; contaba hasta cinco y apagaba la hornilla.
Y como cada tarde, se sentaba delante de aquel lienzo de dos por dos metros en el que se representaba, con un realismo extremo, una gigantesca taza de barro cocido repleta de humeante chocolate, sobre una mesa de madera situada cerca de la ventana de una cocina antigua, que daba a la pradera de detrás de la casa. Era la cocina de su abuela, cuyo recuerdo atesoraba en su memoria centímetro a centímetro. El sol de la tarde se colaba entre los visillos, iluminando la estancia con una luz suave, idílica, casi sobrenatural.
Y como cada tarde, admirando su inacabada creación, se deleitaba sin prisas con el sabor inconfundible de aquel manjar de dioses. Algún amigo había tenido el placer de probar su excelente chocolate a la taza y había asegurado que era el mejor que, sin duda, había probado.
El teléfono sonó de nuevo. Raúl descolgó y conectó el altavoz.
– Raúl, vamos, no seas así. No tengo noticias tuyas desde hace mucho tiempo. Venga, se que estás ahí…
Dime por lo menos qué estas pintando. El galerista no para de llamar y se está agotando su paciencia.
Raúl seguía saboreando, sorbo a sorbo, el contenido de su taza.
– Esto es intolerable. Maldito sea el día en el que accedí a encargarte el dichoso cuadro.
– Raúl no me hagas esto, no vamos a llegar a la inauguración, ¡ya no nos queda tiempo!
Raúl volvió a tomar otro trago, lo degustó sin prisas y contesto:
– Siempre hay tiempo, amigo, siempre hay tiempo…
Javier Linares Serrano
Fotógrafo